GRAN CABARET, DE DAVID GROSSMAN


“Gran Cabaret” (“Sus ejad nijnas lebar”), de David Grossman. Lumen, Barcelona-Buenos Aires, 2015, 236 páginas. Traducción de Ana María Bejarano. En España: 17,90 euros – En Argentina: 179 pesos.
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Escritor versátil si lo hay, el israelí David Grossman es uno de los autores contemporáneos más interesantes porque sabe contar historias humanistas, emocionales sin convenciones ni gratuidades, alguien que conoce cómo hundir el escalpelo y “narrarnos” el desconcierto de lo humano, que incluye el amor y la soledad, el desamparo, las alegrías y las tristezas del existir.

Escribe, en cantidad y calidad, pasa de temas (en apariencia) sencillos a otros, complejos, con imaginación y reiterado talento, y en todos los casos no podrá decir el lector, luego de recorrer sus libros, “aquí no ha pasado nada”. Puede “pasar” la vida (la extensa “La vida entera”, en la que habla nada menos que de la muerte de su hijo, alcanzado por un misil cuando era sargento de tanques en el ejército issraelí; él, un pacifista convencido y militante, que no ha arreado la bandera), puede hablar del amor y el deseo físico en “Deseo”, o puede, como acontece en esta ejemplar “Gran Cabaret”, referirse a un viejo actor quien se desnuda hasta lo último en un ínfimo bar de un pueblo perdido, en un acto de stand up que llega a ser desgarrador.

Es cierto que de su extensa producción –que por suerte puede conseguirse con bastante facilidad en castellano (e incluso en Argentina, adonde lamentablemente llega sólo parte de lo que se produce en nuestro idioma fronteras afuera; “Gran Cabaret” se vendió tres o cuatro meses después de su primera aparición en España)- seguimos impactados por su gran libro “Véase: amor”, en el que intentó entender el Holocausto en la voz de quien fuera niño entonces, sin olvidar las propias voces de los nazis. Por suerte Grossman ha tenido y tiene mucho más para dar. Y “Gran Cabaret” lo certifica.

Dóvaleh es el viejo actor (más bien envejecido, no llega a los sesenta años), quien encara el monólogo y un juez, Avishai Lazar, ya jubilado y que fuera amigo en la niñez de ambos, el convocado para que lo vea actuar y, como mejor se le ocurra, deje constancia de lo que pase en el escenario.

“(Mi padre) era un barbero
fuera de serie, y a mí nunca
me cobró, aunque eso fuera
en contra de sus principios”.

En el centro, el amor


Sí, porque esa palabra grave (y tantas veces gravosa, es decir pesada, cuando no intolerable), da sustento a esta historia en la que el cómico pasa del chiste fácil a la reflexión más profunda, a lo largo de un monólogo sólo “interrumpido” por las meditaciones y los recuerdos del juez-testigo.

Dóvaleh no vacila en jugarles con sus mejores recursos a los espectadores, se exhibe sin pudibundez ninguna, se muestra a veces comprensivo de los otros o –de inmediato, como quien muta todo el tiempo, a un ritmo de vigorosos, arriesgados e imprudentes saltos mortales- agrede y hasta lastima, porque su propósito es (como ya expresé) desgarrarse, mostrarse al desnudo, al hueso, sin afeites ni hipocresías.

Él se presenta como el desclasado por excelencia, aquél que, llegado el caso, si se detuviera a atarse el cordón de los zapatos nadie se quedaría a esperarlo, porque los otros “ni siquiera” se darían cuenta de que se ha detenido.

“Andar con las manos tenía otra
gran ventaja: que no se fijaban en
ella. Ella podía seguir caminando
como si nada”

El humor que libera

Aunque se confiesa un hombre serio, poco amigo de bromas fáciles, Grossman admite que ”el humor es una forma de ser libres, aun en una situación que es como una cárcel”, según le señaló a la periodista Patricia Kolesnicov, de “Clarín” de Buenos Aires, en una reciente entrevista. En esta, su nueva búsqueda expresiva, el autor de “El chico zigzag” empieza su historia apelando a chistes sencillos, propios o tomados de la calle, para ir adensándola de a poco, como quien pasa de la comedia a la tragedia en ritmo lento, pero constante y muy calculado.

El centro neurálgico de este striptease existencial lo constituye lo que le ocurrió a Dóvaleh cuando, siendo aún niño, se encontraba participando de un campamento de verano. Y lo que le pasó fue que debió interrumpir sus tareas y viajar de urgencia de regreso a Jerusalén porque ha ocurrido una desgracia familiar.

El viaje de regreso, en un tiempo remoto que en la memoria del cómico se vuelve cruel presente, con un chofer que a su vez va contándole chistes para animarlo, resulta ser una verdadera “novela de iniciación”, un pasaje –abrupto, en este caso- de la niñez a la adultez, aprendizaje de la vida que le exige todo al pequeño infeliz (porque lo es, cabalmente). Y no ha dejado de serlo el hombre grande que de manera tan descarnada cuenta su historia. Su vida entera.

Dóvaleh no ha dejado de recordar a su madre y no ha podido olvidar lo que fue la soledad en su vida familiar, los esfuerzos que hacía para sostener espiritualmente a su progenitora, quien había sufrido las peores experiencias en su huida por Europa, durante el nazismo, y al mismo tiempo tratar de establecer algún lazo de afinidad con su padre, sin lograrlo. Historia pues de una incomunicación raigal, profunda, que Grossman expone de manera cruda, sin anestesia. Dice bien la argentina Laura Galarza en “Página 12”, de Buenos Aires: “Después de leer a David Grossman el lector necesitaría algún tipo de retiro espiritual”. Gran autor, excelente libro.
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La traducción del título original en hebreo es “Un caballo entra a un bar", porque en Israel con esas palabras comienza una serie de chistes. Grossman ha aclarado que las bromas seleccionadas no han sido hechas al azar, sino que guardan intencionalidad literaria.

“Un día, así, sin más, puse las manos en el suelo, levanté las piernas y me caí. Una vez, dos veces. Mi madre me aplaudía porque creía que lo hacía para hacerla reír y puede que fuera verdad (…) Me di cuenta de que a mi madre le entusiasmaba, así que volví a lanzar las piernas al aire, perdí el equilibrio, lo intenté de nuevo, y ella se reía con ganas. Lo seguí intentando hasta que encontré el punto de equilibrio. Entonces me sentí muy bien (…) Supe que había encontrado un sitio en el mundo en el que no había nadie más, excepto yo”.

Perfil

David Grossman nació en 1954 en Jerusalén. Empezó a trabajar en la radio israelí, pero desde 1988 se dedica exclusivamente a la escritura de novelas y ensayos, que compagina con la actividad de articulista para los periódicos más prestigiosos del mundo. Es autor de diversas obras de ficción para adultos, numerosas novelas para niños, y textos sobre temas políticos y medioambientales. Obra narrativa: “Duelo” (novela infantil, 1982), “La sonrisa del cordero” (1983), “Véase: Amor” (1986), “El libro de la gramática interna” (1991), “El chico zigzag” (1994), “Tú serás mi cuchillo (1998), “Llévame contigo” (2000), “La memoria de la piel” (dos novelas cortas: “Delirio” y la que da título al volumen; 2003), “La vida entera” (2008), “Más allá del tiempo” (2011), “El abrazo” (2013) y “Gran Cabaret” (2014). Ensayos: “El viento amarillo” (1987), “Presencias ausentes” (1994), “La muerte como forma de vida”, “Los tres mundos· (ambos de 2003), “La miel del león. El mito de Sansón” (2005), “Escribir en la oscuridad” (2010) y “Conocer al otro por dentro o el deseo de ser Gisela” (2013). Cuatro de sus novelas han sido llevadas al cine y ha recibido una veintena de premios, tanto en su país como en el exterior. Se lo ha considerado en varias ocasiones como fuerte postulante al Premio Nobel de Literatura. Vive en las afueras de Jerusalén con su esposa Michal, psicóloga infantil, con la que tuvo tres hijos. Uno de ellos, Uri, murió en El Líbano, alcanzado por un misil, en 2006. Es un férreo defensor del diálogo israelí-palestino y activo pacifista, lo que le ha acarreado no pocos problemas en su vida cotidiana.
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Algunos enlaces:
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Video: Entrevista a David Grossman en el programa “Página Dos” de Televisión Española (12/4/2015, duración 10.11 minutos)

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